La imagen puede resultar inocente, pero sus distintos significados han sido reveladores para la literatura ecuatoriana: Juan Falcón Sandoval fue un hombre pequeño y de cuerpo macizo que cargó en su espalda durante una década al escritor guayaquileño Joaquín Gallegos Lara, quien no podía caminar, estaba vinculado al realismo social y era uno de los autores más politizados de la generación del 30.
Leonardo Valencia (Guayaquil, 1969) escribió un libro de ensayos en 2008 al que denominó El síndrome de Falcón; en él reflexiona sobre la tradición de la literatura nacional, sus autores de referencia —como Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Dino Buzzati, Adonis, entre otros— y la escritura.
Con esta obra, Valencia esbozó un concepto crítico de lo que sería el síndrome de Falcón: representa esa especie de carga en la literatura por querer que la novela cumpla una función en la historia literaria, ya sea en la construcción de lo nacional o de denuncia social.
«En El síndrome de Falcón hay una distancia del realismo con una crítica del realismo, pero no un rechazo del realismo cuando este reconoce sus límites y no pretende absorberlo todo. Hablo de su peso ideológico y utilitario como forma de autocensura creativa, y del riesgo mundial, valga la paradoja, de los nacionalismos literarios, y de su gran delta de brazos derivados», escribía Valencia ante un artículo sobre su libro hecho por el novelista Carlos Calderón Fajardo, titulado ‘El libro que un peruano debió haber escrito’.
¿Cuáles son los riesgos de orientar la escritura hacia la construcción de una literatura nacional?
En mi caso, creo que a un escritor no le interesa el sentido de una construcción nacional. En el momento en que un autor se pone a escribir no está pensando en eso, a menos que haya alguien que explícitamente se lo quiera plantear y eso ya implica serios condicionamientos. Para mi concepción de la novela, esos condicionamientos son altamente peligrosos, como también puede ser el condicionamiento de alguien que quiera hacer una novela comercial. Si alguien se plantea hacer eso, no soy nadie para desautorizarlo, pero el hecho de que te plantees una orientación de lo que quieres escribir merma esa gratuidad de ambigüedad y multiplicidad que tiene la novela.
Hay quienes insisten en que una obra no puede aislarse de su contexto nacional…
Quiero partir de ahí, de esa preocupación, porque parecería que, cuando alguien dice que la novela no tiene que someterse a un sentido de construcción nacional, uno fuera como una especie de desinteresado de su rol de ciudadano en un determinado contexto social, pero siempre digo que es preferible que vayas a hacer una minga a que destruyas la capacidad artística de un texto. Pero, claro, eso no quita que inevitablemente en el aglomerado o suma de una cantidad de textos literarios se puedan dar algunas coincidencias que pudieran reflejar un sentido del momento del país, o de lo que se desea. Ese es un problema delicado, porque quién produce esa síntesis, qué elementos se toman a riesgo de mermar otros en una novela. Pasa que una novela tiene 400 páginas, pero hay quienes toman cinco páginas en las que se topa el tema nacional y, a partir de eso, excluyen las otras 395 a conveniencia.
¿Es decir que el síndrome de Falcón que planteaste sigue vigente?
Sigo creyendo mucho en la imagen del síndrome de Falcón. Ese libro en Ecuador es criticado por todo el mundo, pero por fuera del país lo han leído de otras maneras. Hay una cosa que me ha llamado la atención, a propósito del proceso que ahora atraviesa Cataluña con el tema del nacionalismo, y es que he visto a escritores catalanes de primer nivel someterse a la idea maniquea de una literatura en función de la construcción de una nación. Aquello se replica en otros países con el tema del nacionalismo, con el fundamentalismo religioso y también en la cuestión de mercado: hay escritores que se cargan sobre los hombros el hecho de solo querer vender.
En todo caso, creo que el síndrome de Falcón se ha malentendido, porque nunca lo han leído en paralelo con mis primeras novelas y solo lo han querido leer como una propuesta teórica. Siempre hay que tener en cuenta que es la propuesta de alguien que escribe; soy un crítico practicante, ejerzo la ‘crítica de los practicantes’, como decía Eliot. Y porque creen que no me interesa la política. Me sorprende mucho que en mis novelas, tanto en El desterrado como en El libro flotante, no se haya visto el cariz político, aunque no esté a primera vista. Lo que me molestaba siempre es ese querer exigir o someter a la novela para que cumpla un papel, lo cual no significa que uno no pueda escribir sobre las cosas de su ciudad o de su país, no es así; me refiero al hecho de que uno se corte la posibilidad personal de escribir sobre lo que le da la gana. Piensa, por ejemplo, en lo que le pasó a cierto cine ecuatoriano, el cual, para conseguir algún tipo de subvención, tenía que cumplir con un papel representativo de lo nacional…
La escritura no ha estado mayormente condicionada en ese sentido económico, pero sí a una exigencia moral…
En la novela hay como una mala conciencia. La gente letrada, con educación, forma parte de cierto estamento en el que se le instala una mala conciencia, de culpa, de decir «yo puedo escribir sobre estas cosas, hacer estas cosas, entonces tengo que demostrar que me estoy preocupando». Y no es así, tú tienes que asumir lo que eres. Orientar algo escrito para cumplir con lo normal y lo válido me parece terrible. Entonces, con esa forma de pensamiento, salen cosas como «tengo que hacer la novela sobre Quito, sobre Guayaquil, sobre Ecuador, la novela en la que definitivamente tengo que hablar de clases sociales muy sufridoras que están con muchos problemas». No estoy de acuerdo con eso.
Una especie de exigencia marxista…
No tanto en ese extremo. Solo considero que el arte es una suprema forma de libertad y me molesta la inautenticidad de la mala conciencia moral, la gente que no asume lo que realmente es. Lo que queremos leer de un escritor es lo que él es, no el discursito que nos quiere dar, ese discurso moral, correcto, del escritor representativo. El artista es esencialmente un irresponsable, en el buen sentido del término. En su irresponsabilidad se produce la renovación del lenguaje, de los puntos de vista, de los enfoques, de los temas. Cuando alguien asume un tema auténtico, su forma resultará siempre diferente.
En tus indagaciones sobre la historia de la novela en el Ecuador marcas un punto de irrupción con Juan Montalvo y su libro Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, que dista mucho de lo que se proponían las novelas fundacionales en el siglo XIX.
No solo es Montalvo. Ese es un viaje que he ido haciendo a largo de la literatura ecuatoriana. Por ejemplo, siempre me interesó Pablo Palacio, y fíjate que había un crítico de la novela y escritor que se llamaba Edmundo Ribadeneira que, en algún momento, dijo literalmente que Palacio no tenía nada que ver con lo que significa el Ecuador. Y en esa frase tú ves lo que es la literatura: es la excepción, el desacato, el romper con la norma, con lo correcto. Entonces Palacio, tanto a Ribadeneira como a Gallegos Lara, que no les gustaba se les escapaba de las manos. De Montalvo me interesa particularmente los Capítulos… porque me gusta mucho Cervantes y El Quijote, y porque me llamaba la atención la capacidad de Montalvo para asumir el mundo. Es una locura absoluta lo que hace en ese libro. Noto que en el siglo XIX, habiendo tantas novelas interesantes en su contexto como Cumandá, La emancipada o Timoleón Coloma, de Carlos Tobar, ninguna tenía la ambición y la complejidad que tenían los Capítulos… Esta no es una novela en función de querer decir algo de Ecuador, Montalvo no está preocupado de eso. A él le preocupa cómo entender El Quijote, cómo funciona una novela… Y sin embargo, dentro de esto, porque Montalvo no podía con su genio, mete un montón de cosas de sátira política del país. Él no sabía distinguir un poco esa realidad. El realismo en la novela francesa, por ejemplo, nunca lo supo asimilar. Se peleaba con Madame Bovary, de Flaubert, aun cuando eran textos contemporáneos. A Montalvo le faltaba ese punto de conexión.
¿Cuál crees que haya sido su principal limitación para tener una conciencia plena sobre la novela?
Simplemente pasaba que él no sabía cómo asumir una novela. El proceso de tantos años con ese manuscrito es terrible, tremendo, es de alguien que estaba luchando con el tema de llegar a una novela. Curiosamente otro tema que me llamó la atención y que creo que destruyó a Montalvo como novelista fue el exceso político. Eso es lo interesante: cómo la política puede destruir a un artista, cómo la intromisión excesiva de un artista puede terminar con su integridad personal, con su libertad imaginativa, con su lenguaje. Montalvo es uno de esos casos: un autor destruido por el exceso de participación política…
Luego de Montalvo has identificado a Palacio como otro de los autores que no sirvieron para construir literaturas nacionales…
No hago una historiografía de la literatura. Doy saltos mortales hacia focos de irradiación que me resultan interesantes. Después de Montalvo puede haber más autores, pero el caso más potente es el de Palacio. Puedes tener a Humberto Salvador o a la poesía, pero Palacio es esencial
Parecería que en el siglo XX hubiera más focos de irradiación en la poesía que en la novela ecuatoriana…
Sí, y es porque los poetas tenían más libertad. La poesía no ha tenido una exigencia moral justamente porque aceptamos de antemano que hay una irresponsabilidad del poeta. Siempre se ha creído que todo lo que va en el poema es metaforizado, entonces la poesía tiene esa enorme libertad, pero en la novela se cree que se está haciendo un retrato social de algo. Siempre se está esperando que la novela dé un discurso, y no digo que no pueda tenerlo, pero siempre se espera eso…
Pablo Palacio escribió dentro de una generación de autores con un discurso acentuado respecto al compromiso social en la literatura, ¿qué hizo que él tomara una distancia al respecto?
Lo más interesante es que Palacio era un militante político, pero no confundió las cosas. El discurso anula las posibilidades de entender el arte en sus distintas ramas. Rivadeneira y Gallegos Lara decían que Palacio no tenía nada que ver con Ecuador. Que no sirve, decían. Pero Palacio asume lo que necesita expresar en ese momento y distorsiona el lenguaje. No es gratuito que estos autores que me interesan son difíciles de leer. Palacio, Lupe Rumazo, Montalvo… Sus textos exigen cierta lectura porque sabotean la idea de la novela. Estos autores te están obligando a flexibilizar tu óptica.
De Pablo Palacio destacas su novela Vida del ahorcado, que es de los textos menos leídos comparado con Un hombre muerto a puntapiés, del cual ahora hasta hay versiones en cómic, cine y teatro, ¿qué nos dice esta obra?
Lo que me gusta de esta novela es el sentido de lo conjetural. Es decir, todo lo que podría ser y eso es mucho más potente que lo real. Nunca sabes en esta novela en qué territorio están sucediendo las cosas. ¿Es fantasía, sueño o delirio lo que narra? No lo sabes. Eso es absolutamente liberador y eso es lo que propone Vida del ahorcado.
En cuanto a Lupe Rumazo —autora de novelas, cuentos y ensayos— has dicho que es «nuestra mayor escritora», ¿cómo conociste su obra que tanto escasea en las librerías ecuatorianas?
Eso fue hace años. Alguien me habló de ella en la Universidad Católica de Guayaquil, antes de que yo saliera del Ecuador (hace más de dos décadas; Valencia vive desde 1998 en Barcelona). Recuerdo que habíamos leído una novela de Silvia Molloy que se llama en En breve cárcel, a comienzos de los noventa. Desde ese entonces yo preguntaba por novelas escritas por mujeres y me hablaron de Carta larga sin final, de Lupe Rumazo. Quería leer novelas escritas por mujeres porque siempre ha sido difícil que a los hombres nos lleguen esos trabajos. Como hombre, en mi caso, he tenido que hacer un esfuerzo para rastrear esos textos que se quedan como al margen, por ello, desde hace unos años, me he dedicado a leer sistemáticamente solo a mujeres, adoro a las ensayistas.
La obra de Rumazo la encontré en Barcelona; la leí en una biblioteca de Cataluña y me deslumbró. En Carta larga sin final aparece lo conjetural y eso tiene que ver con lo que ya decía Aristóteles: la literatura no es lo que fue, no es lo que es, sino lo que podría ser. Carta larga… es la carta de una hija a su madre que acaba de morir, y le escribe una epístola que nunca va a recibir su progenitora. La obra está desfasada de la realidad, pero la autora quiere que se rescate su mundo conjetural, su mundo interior frente a una realidad que no acepta. Siempre me ha interesado esa tensión entre las características de constitución de una obra frente a lo real. Tanto Pablo Palacio como Lupe Rumazo y Juan Montalvo son autores de una enorme y potente subjetividad. Los tres tuvieron una intensa participación política, pero también una gran conciencia estética.
¿Cómo sientes la literatura ecuatoriana contemporánea, en función de los intereses éticos y estéticos de la novela?
Siento que se ha liberado mucho. Los autores actuales se han liberado totalmente, en ese sentido ya escriben sobre lo que quieren y no pretenden satisfacer la mirada aprobatoria que dice «eso es o no literatura ecuatoriana»; no les interesan las etiquetas. Por eso me siento más cercano con estos jóvenes narradores. Antes me sentía muy extraño cuando hablaba del síndrome de Falcón y todavía, en el medio crítico académico, me hacen sentir extraño, como si estuviera diciendo una disonancia absoluta de lo que debería ser la literatura ecuatoriana, pero los autores más jóvenes no piensan así. Ahora siento que hay una simultaneidad muy curiosa de nuevas generaciones, pero también de autores ya mayores, de 50 años, que se están renovando, y que hacen cosas muy interesantes. Entonces puedo hablar a un mismo plano de autores como Carlos Arcos Cabrera, Diego Cornejo Menacho o Adolfo Macías, y de nuevos narradores como Jorge Izquierdo, Sandra Araya y Mónica Ojeda. Ellos están en simultáneo y, sobre todo, con una variedad de registros enormes y eso es absoluta libertad.
Para mí, fue muy revelador leer Memorias de Andrés Chiliquinga, de Carlos Arcos Cabrera. Cuando me dieron la novela tenía todas las prevenciones del caso, porque pensé que reivindicaría a Huasipungo, de Jorge Icaza. Pero cuando algo está bien escrito te subyuga, te quita los prejuicios y ahora esta es una novela que admiro, porque cuando la lees con pinzas tiene la preocupación de una consciencia estética, de entender qué es una novela.